martes, 12 de julio de 2011

DOLORES DE PIANO.

Claudia gira la llave mientras intenta recuperar el resuello perdido después de subir hasta el cuarto piso, más un estrecho tramo final de escaleras que le han conducido por fin a su destino.
Jadeante, entra en casa desconocida.
Un corto pasillo le conduce a un amplio salón abuhardillado. Casi es de noche y la luz entra tímida por la claraboya.
A pesar de la media luz, descubre el ordenado caos que reina. Multitud de instrumentos coleccionados salpican la estancia. Tropieza con un viejo piano, mientras distrae la vista en un cuadro de Mozart niño: sentado frente al piano en la recreación de su primer concierto.
Dirige la mirada al teclado siguiendo su índice que va saltando de nota en nota sin compás determinado mientras comienza un monólogo susurrado:


“Aquí es donde vives…
Rodeada de tus instrumentos. Tus cacharros como yo te decía cuando, harta de mi dolor de cabeza, te reñía cuando tocabas.
Recuerdas: tenías cinco años, como Mozart en ese cuadro, cuando tu padre te compró tu primer teclado.
“No le hará caso” Le dije… ¡Qué equivocada estaba! Ese primer teclado abrió la caja de Pandora y tú eras el vendaval que no podía dejar de tocar. Si hasta dormías con el instrumento de turno.
¿Recuerdas la murga que distes con la flauta? Tus deditos no podían, todavía, salvar la distancia entre los agujeros y taparlos todos. Tú te enfadabas al desafinar y de la rabieta estampabas el instrumento contra el suelo. Hasta que un día… se rompió.
¡Bendita la hora! Pensé.
A los días me reproché el pensamiento. No sólo por la pena que me dio ver esos dos lagrimones salir de tus verdes ojos, recorrer con prisas tus mejillas y caer con furia, contagiadas de tu rabia hasta romperse en el suelo, al igual que el objeto de tu desdicha. No, no fue sólo por eso.
Te pasaste a la guitarra. Lo peor vino cuando te dolieron tanto las yemas que decidiste enchufarla a la corriente. “Con la púa no me duele” decías.
Por aquel entonces contabas dieciocho años justitos.
Dieciocho años…
¿Qué mala época pasamos! ¡Cuántas disputas por todo! Si hasta te enfadabas cuando te llamaba “Loli”. Me llamo Dolores, replicabas siempre.
La música era una escusa más para discutir. Todos lo sabíamos…
Tú, tu padre…yo.
Lo que hubiéramos dado por saber qué te ocurría. Qué rondaba por tu cabeza. Qué te atormentaba.             Qué hacía que de pronto pareciera que nos odiaras tanto…
No somos perfectos, lo sé.
“Don Perfecto murió y está enterrado junto a don Preciso” –Tu padre y sus refranes-.
Mas, sin serlo, siempre hemos procurado lo mejor para ti. Siempre andábamos cambiando turnos en el hospital. Continuos juegos de malabarismo para que nunca te faltara uno de los dos. Recogerte del colegio, llevarte a clase de natación…de música. No te faltaba de nada; pero tú, inconformista por naturaleza no admitías tener que seguir nuestros pasos (como hicimos nosotros mismos con resignación) y estudiar medicina. Querías vivir tu vida, tu elección, a tu manera.
Cariño, viniste sin libro de instrucciones, como siempre te decía en broma; pero…te sentí… ¡te parí! Te llevé dentro de mí nueve meses y diez días (ya hacías lo que querías). Lo único que he pretendido todos estos años ha sido entenderte…
¿Qué pasaba por tu cabecita, mi niña…?
Ahora, veinte años después de tu rebelde marcha, me encuentro hurgando en tus cosas. Veinte años sin saber nada de ti. Veinte años sufriendo el día y agonizando la noche. Veinte años…
Aún recuerdo nuestra última discusión…
Tu padre, hombre normalmente sereno (cosa imprescindible en un cirujano), perdió los nervios. No entendía, y yo tampoco, cómo y por qué decías de pronto que no querías estudiar medicina, que no querías ser como tus padres.
Las cosas fueron de pronto a más y al final todos terminamos gritando. Tu padre mandote a tu habitación. Tú, tozuda como siempre, replicaste que era a la calle donde te ibas.
Te fuiste aquella tarde con tus zapatillas, tu pantalón vaquero, tu jersey del Che y con nuestros quebrados corazones, que saltaron de nuestro pecho al sentir el portazo.
No supimos de ti durante diez años…
Un día te vi. Estabas tocando una flauta. ¡Una flauta…! A tu lado, otra chica golpeaba una pandereta sin mucho acierto. En medio de las dos, una gorra con monedas.
No me viste. Pasé por detrás de ti y no saqué valor para hacer lo que realmente quería: ¡Abrazarte, besarte! Estrecharte en mis brazos y no soltarte más. Darte todos los atrasos de cariño que te debía.
Doblé la esquina. Quedé parada.
¿Cómo soy tan tonta? Me dije.
Mis ojos llenos, de lágrimas, no tenían rencor; sólo cariño y el hueco dejado por mi corazón, hacía ya tanto tiempo, se llenaba de amargura.
Salí corriendo, pisando mis huellas y llegué al lugar donde tocabas…
…Te habías ido…otra vez.
Nunca me perdonaré haber perdido el tren…
Nunca volvimos a saber de ti…
Hasta la semana pasada.
El reloj de mi mesilla marcaba las 2.30. Tu padre hacía guardia esa noche. Cogí el teléfono, sobresaltada por su sonar. El corazón (que por alguna extraña razón volvió a mí con tus noticias) me dio un vuelco.
Apenas recuerdo: Dolores…hospital…ven.
El camino hasta el hospital sigue borroso en mí.
Sí recuerdo ver a tu padre, que llegaba a la par que yo, a la puerta del edificio.
Su alma estaba desencajada, y asomaba por sus ojos buscando respuestas.
Nuestras miradas se cruzaron y, sin decirnos nada, entramos con prisas al lugar.
Ya nos esperaba Tomás. Un compañero de promoción de tu padre. Su cara ya adelantaba lo que iba a decirnos, después del escueto informe:
“Lo siento…no hemos podido hacer nada.”
Que aséptica y estéril suena la frase desde este lado. Cuanto vacío en ella. Cuanta frialdad.
Ahora entiendo las miradas recibidas; tantas veces como las que ha salido de mi boca la frase.
Nos dirigimos a la morgue. Solos; ya sabemos el camino. Ambos trabajamos una temporada aquí.
Al llegar a la sala, excesivamente iluminada, te vemos…
Alguien nos ha ahorrado el trabajo de bajar hasta tus hombros la sábana que te cubría.
Estás ahí. Expuesta. Rodeada de otros ojos que no ven.
Tu padre se abalanza sobre ti. Como queriéndote dar el calor perdido.
Llora.
Llora por primera vez en muchos años. Largo rato. Sólo interrumpe su llanto de tanto en tanto para, con ahogado grito, bramar: “¡Mi niña…mi niña no!
Yo no soy capaz. No puedo llorar. Estoy inmóvil; sin hacer nada…
Así llevo una semana.
Tampoco lloré en tu entierro.
Las miradas esquivas me parecían culpar de lo ocurrido.
Tu abuela…que lleva años diciendo: “Tenéis que ser fuertes. Ya volverá con el rabo entre las piernas. Ya se dará cuenta de lo que ha hecho”, no dijo nada. Cabeza humillada, remordimientos ocultos.
Cuánto orgullo de familia. Cuánto orgullo contagiado.
¿Para qué? ¿De qué sirve? ¿Para qué nos ha valido…?
 Cuánto tiempo perdido que no volverá. El tiempo pasa sólo en una dirección.
No puedo llorar. No puedo llorarte…
Tengo miedo que mis lágrimas sean la despedida que nos separe más.
¡Cómo si eso fuera posible!
¿Por qué, Señor? ¿Por qué has permitido que se fuera? ¿Por qué has consentido que se atiborrara de pastillas y acabara con su vida? Tú que has pasado por la desdicha de perder a tu hijo en la tierra…Tú…
¿Por qué, mi niña?
Quizás viviste demasiado deprisa y te cansaste de sentir la vida… ¿qué querías…? ¿Sentir la muerte?
¿Qué te ha pasado estos años? ¿Cuánto has sufrido para llegar a esto?
Seguiría tus pasos…pero temo de Dios.
Sólo me queda nada. La nada me ahoga.
Llévame pronto Señor…llévame pronto.
Si pudiera volver atrás. Abrazarte cuando te vi tocar en la calle.
O más atrás aún…
Cuando distes el portazo para no volver…
Cuando tu padre te dio tu primer teclado…
Y comenzar de nuevo…
Acompañarte. Escucharte. Saber tus deseos y decirte: Adelante, te sigo. Estoy contigo. Vive la vida y sé feliz.
Pero… ¿quién sabe? Quizás estaría aquí, igualmente.
Quizás también me tomara tu última bolsita de té, que he encontrado mientras me asomaba curiosa a tu vida: Tus fotografías…tus libros…tu amada música. Ahora sé, estoy segura, que te gustó que en tu entierro sonara al viento el “Ave María” de Mozart.
Quizás…sería la misma historia.”


Claudia deja la taza, todavía caliente, en la encimera de la cocina.
Camina lenta en la penumbra, forzando la vista, sin querer perder ningún detalle de lo que le rodea. Quiere recordar. Llevarse todo en su mente y regurgitarlo a su pesar.
Toca de nuevo las teclas del piano.
Quiere sentir el rastro dejado por Dolores…
Y llora…
Por fin llora, largamente, acompañada por su silencio.





Tu comentario siempre es bienvenido.





7 comentarios:

Anónimo dijo...

(Noa del TLF)
Simplemente conmovedor, tu estilo al narrar se mete de lleno en los sentidos que, como lectora, culmina en una emoción silenciosa...bello y desgarrador este relato Javier, te felicito!

Anónimo dijo...

(San del Taller Literario del Face)

Tu estilo narrativo plasma realidades, no solo de situaciones sino también de esas realidades propias del alma, sentires, sensaciones o estados afectivos tan comunes al espíritu humano, es por eso que la historia se hunde en las emociones del que lee, ya que podría pasarle a cualquiera... genial! realmente muy bueno!

Anónimo dijo...

Lourdes de Escritores de Sueños.

Javier, hablarte de narrativa es limitante...más allá del como es el que de lo que transmites..más allá del relato en sí mismo es lo que te deja y no puede ser más intenso..FELICITACIONES AMIGO...es un placer leerte..!!! gracias por compartirlo...!!!

Sr.Kabocha dijo...

:O me encanta tu blog. esta muy guay q envidia jaja. escribes super bieeeeen.sin duda te sigo
y promoción xD http://elnidodelheden.blogspot.com/ pasate porfis

JAVI dijo...

Soy nuevo con este blog y no había visto los comentarios.
Me siento halagado, de veras.
Es todo un placer el que le guste a alguien lo que uno escribe.
Me marcho con las pilas cargadas.

Patricia Monica Hartkopf dijo...

Muy conmovedor relato! A veces los padres quisieramos volver el tiempo atras para corregir nuestros errores...Lo importante es que nuestros hijos sean felices...no que cumplan nuestros sueños no cumplidos...Se que es un cuento... Pero no quisiera estar en la piel de esos padres...

JAVI dijo...

Gracias, Patricia, por tu visita. Un placer verte por aquí.