jueves, 7 de julio de 2011

OLOR A AÑORANZA (i).

    Su mano diestra, callosa y curtida, de gruesos dedos y uñas raídas, sujeta con fuerza un desgrapador pata-cabra. José, un experto tapicero, comienza a destapizar un viejo sillón. Va extrayendo uno por uno, con gran paciencia, pequeños clavos de forja hechos a mano, de los de antaño. El sillón no parece gran cosa. Un mal trabajo de retapizado, chapucero se podría decir, aunque esto José nunca lo diría, no juzga jamás a otro artesano, desluce el mueble. José puede adivinar que debajo de esa cretona mugrienta, colmada de polvo y descolorida, colocada a modo de funda maltrecha, puede haber más de lo que parece.
    La radio suena bajita de fondo, acompaña, pero no molesta el afanoso trabajo de José. El sol entra sin permiso por la ventana que tiene encima de su gran mesa y la luz, tamizada por la cortina de lino, ilumina suficientemente durante el día su zona de trabajo. Si trabaja de noche, sobre todo en invierno que nuestra estrella se vuelve rácana, enciende una bombilla que pende sobre él cual espada de Damocles.
    José prosigue solitario con su trabajo. Mientras, piensa en que pronto tendrá que dejar su pequeño taller: los obreros entrarán convirtiendo todo en escombros para, después, construir un edificio de apartamentos.
    “Tengo que encontrar otro local –piensa-, trasladar la máquina de coser –prosigue asintiendo mientras se gira sin soltar su herramienta a mirar la vieja Alfa  que compró de segunda mano para jubilar a la anterior-. Y desmontar estanterías, y la tabla con las herramientas y los materiales: espumas, cordones, hilos, galones, tachas, cinchas y… ¡el dinero que costará! Bueno, todo se andará –concluye José volviendo a su faena-”.
    Ya casi ha terminado de destapizar el sillón y, efectivamente, escondía algunas cosas: Una seda rosa palo, con  bordados que dibujan pequeñas hojas, se tapaba con la cretona. El respaldo es de capitonee. Los botones son en realidad discos de madera forrados de la misma seda, sujeta a éstos con firmes puntadas dadas con gran paciencia. El respaldo, además, cuenta con un contorno de nogal estilo Isabelino; cubierto hasta ahora y que da sentido a las patas, hechas del mismo noble material y que antes del destapizado parecían postizas y fuera de lugar. Ambos, respaldo y patas, ¿lucen? una pátina que sólo se logra con el transitar de lustros: llenos de arañazos y pequeños golpes que gritan la agitada vida del mueble.
    Pasa ahora a extraer los muelles que se hallan cosidos a la cincha de yute. Justo antes procedió a retirar la crin de caballo que porta el sillón por relleno en el asiento -cosa que dice mucho sobre la calidad del mueble, ya que los “corrientes” los confeccionaban con trapos, paja, o una combinación de ambos-.
    Al darle la vuelta al sillón para bajarlo de la mesa, repara en un detalle del que no se había percatado; quizás porque lo tapaba la crin. Se aprecia un pequeño manuscrito en uno de los travesaños del asiento. Está escrito a lápiz y el grafito ha perdido su frescura con el andar del tiempo y a duras penas se lee.
José acerca la nariz cabalgada por sus gafas con gran interés. Es frecuente que los restauradores firmen y fechen alguno de sus trabajos. Incluso José lo hace de vez en cuando.
El interés de José no es por la firma: “Manuel Cortés”. Ni por la fecha: “1908”, que, aunque lejana, ya se había topado José con alguna similar, incluso anterior. Lo menos corriente es una anotación que consigue leer: “San Juan, 42…Taller…Bajo el mar…Mi legado”.
José sigue inclinado durante unos segundos. Relee con extrañeza las palabras halladas. Intenta encontrarles significado; pero, distraído por un comentario de la radio, se incorpora y sigue con su labor.
    Han pasado varios días. Es viernes tarde. José se encuentra sentado en una pequeña banqueta. Frente a él luce resplandeciente ahora el sillón que, por fin, después de mucho trabajo, ha terminado. Le gusta revisar con calma todos los detalles. “Le queda bien esta tela adamascada” –piensa torciendo la cabeza-. “Menos mal que me hizo caso la cliente y no escogió la de rayas. Las rayas se pierden con el abotonado y estas flores beige con el fondo verde queda mejor” -prosigue su cabeza  mientras parece darse la razón-.
“Los botones…bien. El mullido…bien. El lustre de la madera…bien. Mi trabajo me ha costado, que buen bruñido le he dado a la cera. Y las tachas parecen desfilar”.
    San Juan, 42…Taller…Bajo el mar…Mi legado…
José se sorprende pensando en el escrito que encontró; acompañado ahora por: “José 1946”. Durante estos días las palabras han ido y han venido en su solitario pensar buscando un sentido. Pero, José, sin hallar respuesta tampoco ahora, se levanta, apaga las luces, que por algo estamos en noviembre, se enfunda su chaquetón y cierra la puerta para marcharse a casa mientras espeta: “¡Hala, hasta el lunes!” -Como es su costumbre-.
    Sábado. José se ha despertado pronto, como siempre. Desayuna y sale a dar un paseo. No tiene prisa. Lentamente recorre la calle Real. Las manos enfundadas en los bolsillos y el cuello a refugio. Hace frío, aunque el sol regala sus rayos. Enfila la calle San Pedro. Le apetece acercarse hasta la playa y disfrutar de sus sonidos. Las losas de piedra de las aceras, redondeados los cantos con los pisares que resuenan sordos ahora a cada paso de José en la calle solitaria por las horas, conservan el brillo de la rosada de la noche. Huele a sal…huele a arena…huele a mar: Huele a rancia humedad. Y a José le encanta. Son muchos años viviendo cerca del mar. Cuantos atardeceres han visto sus ojos. Sentado en la arena, peinado por la salada brisa, contemplando el sol reventar a lo lejos inundándolo todo al alargar sus cegadores brazos hasta perderse.
    José se percata de pronto de que ha dejado la calle San Pedro y vaga por la calle San Juan. Se sorprende…recuerda: “San Juan, 42”.
Se inquieta y no sabe muy bien por qué. Pero su inquietud crece y acelera el paso incluso sin querer, soñando encontrar significado a lo leído. Su cabeza gira a la derecha, a la izquierda; buscando algo mientras se reprocha lo necio que es por hacerlo.
Se para en seco. “42” lee con estupor en una antigua fachada carcomida por la sal y la humedad. “¡Vamos hombre!” -Se dice-. “No es raro que exista el 42 de la calle San Juan” -se explica-.Pero, realmente adopta una posición de estatua: petrificado y frío, cuando descubre en un lateral un pequeño letrero rotulado a mano alzada, tan roído como la propia fachada, en el que acierta a leer en tres renglones: “Taller de tapicería”. Debajo de éste se anuncia: “Se alquila”.
    Sin tiempo a nada se sobresalta con el saludo de un anciano que sale del portal contiguo. Sin darse cuenta se enfrascan en una charla. Al principio banal para José; pero, después de un largo rato, y varios cambios de tema, va hilando frases y descubre que la casa es del anciano y, por lo que éste recuerda, siempre ha pertenecido a su familia. Hasta ahora la ha tenido alquilada como almacén; pero, recuerda que antaño, cuando éste, el anciano, era joven, existía un taller de tapicería que regentaba un tal Manolo.
    El anciano sigue con su rápido hablar. José hace ya un rato que dejó de escucharle. Su cabeza está en: “San Juan, 42, Manolo, Manuel…y no da crédito.
    Interrumpe de pronto al anciano. “¡Se lo alquilo! ¡Quiero verlo! ¡Necesito local!” -Espeta  cual telegrama-. El anciano, por lo inesperada de la petición, vacila. Enseguida le explica que ya se ha entretenido demasiado y que no tiene tiempo. José insiste varias veces. Ante tanto interés, y pensando en hacer negocio, accede a abrirle la puerta para que lo vea mientras él atiende otro asunto. A su vuelta, no más de veinte minutos, hablarían.
    José penetra en el local dejando al anciano con el viaje a sus quehaceres. Éste está diáfano; pero, se adivina que antaño era una vivienda. En su día tiraron los tabiques que separaban las alcobas y no se preocuparon de lucir los desperfectos dado el destino que le darían al lugar.
Hay trozos de pared empapelados con motivos florales y a cada tanto se aprecian pequeños frescos. Sin duda algún artista vivió aquí.
Los suelos, de baldosas de 20 x 20 blancas, rematadas con unas grises del mismo tamaño, enmarcando cada inexistente ahora habitación, te invitan a pasar a otra época.
Al fondo del local hay un ventanal junto a una puerta que da acceso a un patio interior muy amplio. José sale fuera. Por las juntas del viejo suelo de losetas de terracota asoman tímidas y temblorosas hierbas y algunas ínfimas flores amarillas a modo de periscopio. En el lado derecho una balsa-lavadero repleta de verdín escupe un fuerte olor a agua estancada. A su lado una desvencijada comuna: Una vieja caseta de piedra sin ningún lujo. En su interior una tabla como asiento con un gran agujero en el centro que acaba en un pozo negro.
El lado izquierdo lo recorre un rete de alambre con una portezuela del mismo material, enmarcado con desteñidos y agrietados listones de madera. Sin duda, este lado lo usaban como corral para criar gallinas, conejos, o a buen seguro ambos.
Al fondo, de lado a lado, hay una especie de cobertizo de madera. José entra curioso a éste. Del techo cuelgan grandes telarañas y el polvo cubre todo.
En un lado una gran mesa. De unas estanterías cuelgan tiras de cincha de yute y trozos de arpillera con largas agujas de embastar clavadas en ésta.
En la otra esquina una antigua máquina de coser se encara con una silla de madera con el asiento redondo y barrotes por respaldo.
    A José le inunda un gran respeto. Es evidente que se encuentra en el antiguo taller de Manuel.
Queda parado en el centro del lugar. Su mirada escudriña con un lento giro de 360º todos los rincones. Sabe lo que busca ahora.
De pronto sale disparado hacia la mesa, coge un escobón de sarmientos que ha visto en su mirar anterior y, sin entretenerse en aliviarla de telarañas, corre hasta el otro lado –el de la maquina de coser- y empieza a barrer la pared.
 “Me ha parecido…creo que…”-farfulla José mientras frota el escobón con ansia en medio de una nube de polvo.
    José clava sus rodillas en el suelo. Una gota de gélido sudor brota de su sien. Sus incrédulos ojos parecen querer abandonar sus cuencas y sus manos, que han soltado el escobón, comienzan a temblar. Frente a él, cual Cristo Redentor observando al penitente, se encuentra un pequeño fresco representando el mar: con sus olas rompiendo y  espuma escapando de la pared.
    José intenta recomponerse y, sin pensar, coge de nuevo el escobón. Lo refrota nervioso por el suelo, junto a la pared, mientras no deja de repetir: “Bajo el mar…Bajo el mar…”
Aprecia que tres baldosas son distintas. Nunca le hubiera dado importancia; pero, dadas las circunstancias, es lógico dársela.
Las nota sueltas e intenta levantarlas; mas, sin uñas y con sus gruesos dedos, no lo consigue.
Recuerda las agujas de embastar. Visto y no visto ya vuelve con una de ellas. La clava en una de las juntas y saca una de las baldosas. Raudo hace lo propio con las dos que restan. Bajo éstas halla una cajita de madera tallada con incrustaciones de nácar. Abre la caja y en ella ve una bolsita de terciopelo roja de algodón, con un cordón de pasamanería fina, que cierra la bolsita con un nudo.
Junto a la bolsa hay un papel amarillento con tal sólo una reseña: “Mí legado”.

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