jueves, 7 de julio de 2011

EL CORRAL DE LOS CAUTIVOS

Encogido en cuerpo y alma, Ivaj, estudiante tunecino de intercambio en la Universidad de Granada, no acierta a comprender lo que le está ocurriendo.
Hace tan sólo cuatro horas que entraba con unos compañeros de piso a visitar la Alhambra.
“Lo pasaremos bien –le dijeron-, tú seguro que aprecias la hermosura de todo esto”.
Nada más entrar les había abordado un hombre seco de mirada rapaz.
    -¡Tenéis la oportunidad de vuestras vidas! –Les había espetado éste salivando en exceso-. Podéis ver –proseguía con expresivos gestos sin dar oportunidad de interrumpirle- la mayor maravilla de toda Granada: Los Corrales de Cieza. Las visitas sólo se pueden realizar con permiso especial y da la casualidad de que un grupo no ha acudido a su visita programada por unos problemas en el autocar. Y sólo os costará diez euros por cabeza, ya que habían pagado una parte por adelantado.

   Ivaj, observaba desconfiando a sus amigos; pero éstos ya habían oído hablar de este sitio y del especial cuidado que se tiene con las visitas para preservar estas cuevas.

Blanco como la hoja de papel; virgen, pura, inmaculada.
Como campo de algodón. Como sábana de hospital. Como la piel del recién nacido; como la piel del que deja de vivir.

   Han caminado en la penumbra durante casi una hora. El hombre –Pepe, que así ha terminado por presentarse- les ha ido explicando elocuentemente la historia de este conjunto de catorce cuevas que durante el sultanato de la dinastía  Banu Nasr servía como mazmorras.
En la última de ellas, ha quedado el grupo bajo un pequeño orificio existente en el techo por el que se ve el cielo. Éste, de roca viva, está rematado con dos barrotes que forman una cruz. Pepe, ha retrocedido unos pasos buscando la zona más oscura.

   -Esta cueva tiene una historia especial –comienza a explicar Pepe eligiendo la más profunda de sus voces-. Tiene su propia leyenda. Se cuenta que  el sultán Hassanal sorprendió a uno de los miembros de su guardia personal, y no a cualquier miembro si no a Sírob, el jefe de ésta, su más fiel sirviente, su hombre de confianza, en grave traición. Lo sorprendió mancillando su nombre con una de sus concubinas: Kybaracna.  Ella había sido “elegida” por el sultán y obligada a permanecer recluida en el harén rodeada de otras desdichadas y vigiladas por eunucos. Afortunadamente para ella, el capricho de Hassanal pronto pasó y apenas la visitó en tres ocasiones durante los cinco últimos años.
Kybaracna y Sírob tuvieron la desgracia de enamorarse y la dicha de una noche de luna llena juntos, apasionada, amada y recordada por sus almas toda la eternidad.
   El sultán, encorelizado, mandó ajusticiar a Kybaracna ante los ojos impotentes de Sírob. De forma aterradora. Primero le cortaron las manos, por atreverse a tocar a otro hombre. Después hicieron lo mismo con sus pies con un sólo y certero golpe de hacha, por caminar hasta él. Por último, entre desperados gritos de dolor de ella y la rabia y desesperación de él, le sacaron los ojos por tener la desfachatez de mirar a alguien que no fuera su dueño y señor el sultán. Por fin murió y acabó su sufrimiento.
   Pero Sírob no tendría tanta suerte. “Tú vas a saber lo que es el sufrimiento supremo” – le dijo el sultán-.
A Sírob le encerraron en esta mazmorra. Cada día pasaba el sultán a las once de la noche –hora en que sorprendió a la pareja en el Patio de los Leones- y personalmente, con un gran cuchillo descarnaba uno de los dedos de Sírob mientras éste permanecía sujeto a grilletes en pies y manos que le mantenían anclado al suelo, estirados los miembros y con la sombra de la cruz de los barrotes en su cabeza. Tras dejar todo el hueso a la vista, Hassanal, cogía una antorcha y cauterizaba la zona desoyendo los gritos de Sírob para que no se desangrara y así mantenerlo con vida.
Cuando hubo acabado con las manos pasó a los pies. Cuando ya todos los dedos parecían los restos de una hoguera cortó las orejas, la nariz y todo lo que al sultán se le ocurrió para causarle sufrimiento. Cada día, tras la tortura, Hassanal murmuraba extrañas palabras como conjuro. Éstas se perdían entre los lamentos de Sírob.
Tras la trigésima visita del sultán a su preso, después de su conjuro, le dirigió la palabra por primera vez en todos estos días a Sírob.
   “Esta noche vas a morir. No te resultará ningún alivio, créeme, ahora llega tu sufrimiento real. ¿Ves la luna llena que asoma por ahí? –Dice señalando al agujero del techo-. Pues cuando dejes de verla tu corazón se parará, tu alma saldrá de tu cuerpo y se irá con ella. Errará hasta el fin de los días y no podrás encontrar el camino al paraíso. Sólo te podrás librar si afliges el mismo castigo que tú estás sufriendo a otro seguidor de Alá en este mismo lugar y con la misma luna.
Dichas estas palabras el sultán cortó las venas de los brazos de Sírob y lo abandonó a su suerte.

Azul del mar, azul del cielo. Azul del vestido con el que te vi  primero.
Azul de tus profundos ojos que son lo que más quiero.


   El grupo salía de la cueva después de la leyenda contada. Pepe se para a hablar con Ivaj mientras sus amigos se marchan. De alguna forma se las ingenia para convencerlo de que quede ahí un momento tan sólo. En unos instantes volvería para enseñarle algo solamente a él. “Tú lo apreciarás” le ha dicho sin darle más explicaciones.

 Ya es de noche y aquí sigue Ivaj. Pepe no ha aparecido más y, extrañamente, sus amigos tampoco. Se ha encontrado con la reja que da al pasillo de salida cerrada con llave. “Si esto es una broma ya se están pasando” piensa Ivaj.

   Hace rato que se ha cansado de gritar. Lleva dos horas bajo la cruz dejándose la garganta en el desesperado intento de que alguien le oiga. Está empapado; repleto de sudor por los nervios y el esfuerzo, e impregnado de la humedad de la cueva. La oscuridad le envuelve. Sólo acierta a vislumbrar negras nubes por la oquedad. Desesperado, agotado, se sienta en un rincón.           No entiende nada. Su cabeza no para de hacer conjeturas. Ha oído hablar sobre novatadas; pero, ya se las hicieron los primeros días de universidad.
Su respiración se le acelera más a cada momento. Todo está en silencio, ya hace rato que deben haber cerrado el recinto se dice. Ya teme pasar toda la noche encerrado. Sólo oye su propio latir pararse al sentir una ráfaga de aire en su nuca; que le hiela hasta lo más profundo de su ser. Mira a los lados. La oscuridad sigue ahí, nada más.
De repente, se levanta sobresaltado.

¡Kybaracna! Resuena en su mente una voz con susurro lastimoso, ¡Kybaracna!
“¡Calma! –Se dice a si mismo-. No empieces con paranoias”.
Pero sus ojos no lo consiguen. Van nerviosos de un lado a otro de la cueva, escudriñando con excesiva rapidez como para poder ver alguna cosa.
Queda de nuevo bajo la sombra de la cruz. Mira a su alrededor dando una vuelta completa y después dirige su mirada hacia arriba y observa como poco a poco se van abriendo las nubes. Comienza a asomar borrosamente la luna. Luna llena.

Rojo de tus labios. El rojo de tus labios. Rojo vida recorriendo tus venas. Rojo de tus lágrimas cuando hay penas.


   ¡Kybaracna! Oye ahora más claramente mientras siente como algo se le aferra al brazo.
De un tirón se deshace de lo que le sujeta. Intenta correr. Tropieza. Cae al suelo golpeándose en la cabeza. Sangre en su mano. Es de su sien.
Sin atreverse a levantarse, y totalmente confundido por el golpe y lo increíble de la situación, sólo acierta a preguntar en voz baja: ¿Sírob?

   No halla respuesta. Silencio de nuevo. Sus latidos otra vez. Veloces. Intensos. Le golpean llamando a su pecho tan fuerte que parece abrírselo.
Su mente escupe frases sin pensar en voz alta: “No, no puede ser, no está ocurriendo ¿cómo va a ocurrir? Eres tú, tu subconsciente, tu mente que recuerda las palabras de Pepe dichas entre las sombras y con voz temblorosa a propósito para intentar meternos miedo en el cuerpo a todos con no sé que pobre intención…”


Verde. Verde hierva recién cortada. Olor de la agonía de la desdichada.
Ya nadie se tumbará sobre ella a contemplar el mundo.


   Algo lo enmudece. Tiran de sus pies. Lo arrastra con fuerza. Esto no lo hace su mente. No. Su mente no le daría dos vueltas por toda la cueva golpeándolo contra las paredes.
Sus manos intentan aferrarse al suelo, a cualquier piedra que tenga un golpe reciente de su cara.
Su rostro se desencaja. Sus ojos no ven por mucho que intentan salirse de sus cuencas. Tiene miedo. Siente el pánico que se le apodera, que le abruma, que le posee.

Amarillo como la arena de mi desierto. Brillante. Cegador brillo del sol al reflejarse.


   Por fin para. No sirve de alivio. Queda crucificado como en la cruz de San Andrés. En el suelo. Sin poder mover ningún miembro. Bajo el orificio.
Una resplandeciente luna llena alumbra su cara.
Tiembla, grita, llora, suplica, vuelve a gritar y repite su ruego en su desesperación. Poco a poco se rinde.
Queda mirando el lento pasar de la luna sin abandonar su temblor. Sólo lo cesa cuando empieza a perder de vista a la luna y sin dejar de mirar al cielo murmura afirmando: “Sírob”.

Negro como el ataúd en el que me encuentro delirando. Tan oscuro que no puedo ver ni mis dedos descarnados, quemados…
Alá, a ti me encomiendo.





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