jueves, 7 de julio de 2011

OLOR A AÑORANZA (II).

    Han pasado dos meses desde que José descubrió el legado de Manuel.
En la bolsa de terciopelo encontró varias joyas de oro. A José se le abrieron nuevas esperanzas. Estaba atravesando una dura y larga época de apuros, al igual que casi todo el mundo. No sólo en Mataró, donde reside actualmente, sino en toda España. Se arrastra la angustia, el terror, el hambre y el sufrimiento de la Guerra Civil.
    En el interior de la bolsa también halló un segundo manuscrito. En él, a modo casi telegráfico, Manuel explicaba que encontró esas joyas en el interior del relleno del sillón. Primero pensó en dárselas al propietario del mueble; pero, como era “un señorito estirado y desagradable”, según decía textualmente, decidió quedárselas. También aclaraba que la fortuna le encontró ya demasiado mayor, solo y sin amistades. Confesaba ser distante y poco amigo. Al no poder disfrutar del pequeño tesoro decidió que el azar, tarde o temprano, encontrara a otra persona, convencido de que a buen seguro sería alguien de su oficio que disfrutara de hacer las cosas bien.
José pensó que era mucho dejar al azar; pero, no protestó.
Cambió parte de las joyas encontradas en el mercado negro de Barcelona. Allí residió durante muchos años tras emigrar, en 1920, desde Belchite, Zaragoza, donde nació hace ya sesenta años.
    Con lo que sacó con las joyas, más algo que pidió prestado a un usurero, saldó algunos pagos pendientes, compró materiales para adecentar su nueva vivienda (alquiló finalmente la casa) y compró un motocarro para aliviar sus piernas ya demasiado cansadas como para cargar los sillones hasta su taller. Era un modelo de la firma italiana Moto Guzzi: El modelo Escore. Salvador, un amigo del conocido de otro amigo, hombre tratante por naturaleza, lo mismo vendía un motocarro que un par de mulas que un juego de pucheros, se lo proporcionó. Le dijo a José, con su exagerada rapidez de habla, que era una ocasión, que estaba en perfecto estado, que sus tres dueños anteriores quedaron muy contentos y que estaba casi nuevo.
José, mientras escuchaba incrédulo, cambiaba en su mente las frases a la par que Salvador las escupía, por lo que él veía en la máquina: “Es una lástima como moto y como carro; da pena ver su pintura naranja toda descascarillada; sus doce dueños anteriores se lo quitaron de encima porque nunca funcionó bien y era de los primeros que fabricaron en 1928, año en el que fue sacado a la venta ese modelo”. Pero, al ajustarse a su presupuesto, aceptó el trato; cerrándolo con un fuerte apretón de manos y un par de chatos de vino en la tasca del Piojo. Naturalmente pagó José.
    Rosa, la segunda y actual esposa de José, diecinueve años más joven que éste, le recrimina desde hace días el haber pedido el dinero.
    - No entiendo por qué le has pedido dinero al cucaracha. Todo el mundo se va ha enterar y todavía queda un collar. Con él  podríamos sacar suficiente para pagar –se queja Rosa-.
    Todo el mundo conoce al usurero, o semanero (ya que pasa a cobrar todas las semanas puntualmente), con ese apodo: Cucaracha. No sólo porque nadie recuerda haberlo visto vestido con otro color que no sea de riguroso negro, sino más bien, porque da siempre el mismo repelús que el bicho al verlo.
    José, siempre reflexivo,  le explica a Rosa una u otra vez su por qué:
    - Mira, Rosa, ya sé que el Cucaracha tiene por costumbre jactarse de quién le debe dinero, pero no es menos cierto que nunca nombra la cantidad que se le adeuda. Son tiempos en los que hay que tener mucho cuidado. No se puede resplandecer de la noche a la mañana. Nadie se preguntará de dónde sacamos los cuartos. Todo el mundo sabrá que los debemos al usurero. No sólo hay que ser horrado…también hay que parecerlo.
    Rosa, catalana orgullosa de serlo, nunca quedó del todo satisfecha con la explicación. No le gustaba rebuscar excusas en su vida. Si una cosa es negra, es negra.
    Los dos meses pasados han transcurrido deprisa para ambos.
José apenas ha conseguido, quitando horas al sueño después del trabajo, levantar los tabiques de una de las alcobas para que vuelva a ser utilizada de nuevo.
Con la ayuda de su mujer han ido trasladando sus escasos muebles: La mesa camilla con las cuatro sillas; los utensilios de cocina; las copas de cristal con rayas, emparejadas por colores –regalo de los padres de Rosa y que tanto esmero puso para que no se rompiera ninguna-; los dos pesados colchones de lana que colocaron sobre los jergones de muelles; el cabecero de forja y, por supuesto, el crucifijo que acompaña a Rosa desde su niñez –como buena cristiana y sobrina de párroco-.
    La Navidad pasó de soslayo entre tanto ajetreo.
Trajeron lo mismo que los últimos años: Misa diaria, tripas gruñentes, buenos deseos, escasas viandas, nulos presentes y, esperanza…esperanza de que vuelvan tiempos mejores.


Viernes, 17 de enero de 1947.

    José lleva ya un rato despierto. Permanece en la cama tumbado. Repasa lo hecho ayer e intenta acertar lo que alcanzará a hacer hoy.
Alarga la mano y desconecta el despertador justo un segundo antes de que suene anunciando las siete. Llevan tantos años juntos que es capaz de distinguir el leve cambio de sonido que provoca, entre el ruidoso tic-tac del segundero, el mecanismo de la campanilla al comenzar su acción.
    Echa los pies al suelo. Nota su frío. Recoloca las perneras de su calzoncillo de felpa. Esta noche ha habido un mal sueño y, de tanto agitarse, se le han subido hasta las rodillas.
Se viste en completo silencio. Aprovecha el resquicio de luz que entra por las uniones de la persiana. No quiere despertar a los dos cuerpecitos que todavía duermen en la cama que hay justo al lado de la suya.
Se agacha y recoge la bolsa de agua del suelo. Anoche la echó de la cama sin miramientos cuando se enfrió y dejó de cumplir su función.
Con una segunda exigencia a sus riñones, entumecidos por la humedad y el frío de la noche, ase el orinal por el asa con su mano derecha. La bolsa la coloca en su axila; dejando su mano izquierda libre para poder abrir las puertas.
Sale al patio. El sol y la luna se han entretenido a charlar al cruzarse en la cuarta nube y todavía está por definir si es de día o de noche.
Se deshace del contenido del orinal por el orificio de la comuna.
Se acerca al lavadero. Comienza a accionar la manilla de la bomba de agua. Llena hasta la mitad una palangana blanca esmaltada. “Hay que comprar otra” piensa al no poder contar ya los golpes que exhibe el objeto.
Juntando ambas manos e inclinándose hacia delante recoge un puñado del líquido que refrota sin miramientos por todo su rostro. Primero sus ojos, frotándolos enérgicamente varias veces; seguido de la frente. Baja a continuación ambas manos por sus mejillas y termina acariciando su nuca con la humedad que queda en sus manos; mientras retuerce el cuello de un lado a otro.
Repite la acción.
Completa su rutina matinal alzando la vista al cielo. Le gusta secar al aire. Le encanta sentir el frío de invierno, que le eriza el vello y el calor de las mañanas de verano, que le reconforta.
Tira el agua sobrante al lavadero. Vuelve a llenarlo de nuevo hasta su mitad; dejándolo listo para su mujer. Ya la oye trastear el brasero en la cocina.
Se dispone a cargar unas cuantas astillas y algunos pequeños troncos alojados en la leñera. Ésta se halla justo al lado de la puerta de entrada y salida al patio.
La traspasa.
   -Buenos días, maña- le dice a Rosa.
   -Bon dia, nanu- le devuelve ésta con media sonrisa.
    Rosa, con su pequeño cuerpo en cuclillas, está colocando con sumo cuidado el cisco en el brasero. Antes ya ha desalojado las cenizas del día anterior. José deja a su lado las astillas más menudas que porta para que comience la lumbre y se dispone a preparar el hogar para el desayuno.
Primero despoja el terreno también de las cenizas. Apila cual pirámide finos troncos. Debajo de éstos introduce trozos de papel de periódico. Éste, el periódico, sirve lo mismo para esta función, como para envolver el almuerzo –cuando lo hay-; sin olvidarnos de lo imprescindible que resulta en la comuna para otros menesteres.
Completa el ritual colocando virutas de madera. Termina acercando el eslabón y el pedernal. Con su siniestra sujeta este último que golpea su diestra con el eslabón mientras sopla en el momento adecuado. Tras unos cuantos intentos por fin su paciencia consigue el don del fuego.
Rosa aprovecha entonces para encender un buen trozo de papel enrollado. Con éste enciende a su vez las astillas. Cuando ya han comenzado su combustión, ventea con el recogedor de zinc que utilizan para las cenizas.
José mientras tanto saca la leche de la fresquera. Vierte un poco en un pequeño puchero; ennegrecido por fuera, reluciente por dentro. Lo cuelga por el asa en el gancho que pende justo encima de las llamas.
Rosa, entre tanto, ya ha conseguido que el brasero comience a irradiar calor. Se halla sentada en un pequeño taburete con el asiento de anea. Alarga ambas manos hacia el brasero. De vez en cuando se las frota con gusto y se las lleva a la cara, dejándolas  bien apretadas en ésta largo rato. Mientras cierra sus ojos y adquiere gesto placentero. Siente alivio al recuperar la circulación perdida tras lavarse en el patio.
   -¡Sepárate un poco del brasero! –Le indica su marido-. Que luego te quejas de que te salen cabrillas -concluye José imitando la voz de Rosa mientras hace muecas exagerando la misma-.
La leche comienza a hervir en el puchero.
José lo descuelga y lo deposita en el suelo justo antes de que rebose.
Utiliza un trapo para evitar accidentes.
Un canturreo y unos tirones en su pantalón le hacen darse la vuelta.
Al volverse ve los ojos brillantes y llenos de vida que completan la pícara cara de Pepi, su hija pequeña.
José sigue agachado. Las caras de ambos quedan a la misma altura.
   -¡Buenos días, papá; buenos días, mamá! -Grita riendo la niña más alto de lo que los oídos de su madre soportan a estas horas-.
   -Nena, no grites. –Le reprime ésta-.
   -Buenos días tengas tú también, cariño. –Replica complacido José mientras se encoge de hombros y hace un gesto a su hija de conformidad resignada con las palabras de su esposa.
    José, ladeando un poco la cara, ofrécele su mejilla ahora a Pepi. Ésta se hace un momento la despistada sin ocultar su risa. Enseguida le da un apretado y sonoro beso mientras  le rodea el cuello con ambas manos al que espera convencido de que llegará.
José, satisfecho por su regalo diario, se levanta y acaricia la cabeza de su hija.
Pepi, con maliciosa cara de ángel, ruega con la mirada a su padre. José no necesita palabras para entender su súplica.
   -Espera un poco; le falta un segundo hervor. –Completa José mientras vuelve a colocar el puchero al fuego-.
La niña se sienta en uno de los bajos bancos de piedra que flanquean la lumbre. Bajo la gran chimenea espera ansiosa.
La leche hierve de nuevo en un par de minutos y José vuelve a retirar el puchero del fuego. Ella hace gesto para acercar la mano; pero, es interrumpida por su padre al agarrársela con firmeza.
    -¡Te vas a quemar! –Le riñe ahora-.
Pepi deja pasar con nerviosismo unos minutos.
Tras su octava súplica su padre le hace un gesto de conformidad. Ella alarga la mano y con cuidado, con índice y pulgar, apresa la nata formada por el hervir de la leche.
Levanta la cabeza. Abre la boca todo lo que es capaz; colocando la tira de nata por encima de esta. Va introduciendo el manjar con calma en la todavía abierta boca. Cuando siente el contacto en sus labios, los cierra con cuidado. Va sorbiendo muy lentamente. Disfruta de cada pedacito. Su cara muestra la misma gran satisfacción que la de José al verla disfrutar.
   -¡Anda, ve a lavarte –Dice Rosa a su hija-; que tienes que desayunar; pero, a lavarte, no a mojarte!
   -¡Mira qué garbo trae! –Carcajea ahora José-.
Felipe, el mayor de los dos hermanos, viene por el pasillo arrastrando los pies y estirándose perezoso por el camino. La boca no para de abrírsele y todavía no ha terminado el despertar de sus párpados.
Al llegar al fuego para calentarse espeta un casi inaudible gruñido como saludo.
   -¿Qué, no se saluda? –Le recrimina José-. Con diez años ya deberías saber que hay que hacerlo. A tu hermana, con dos años menos, no le falta un saludo para nadie. Vaya genio…
   -¡Déjalo! -Interrumpe Rosa-. Cada uno es como es…
   -¿Y la nata? – Protesta Felipe mirando la leche-.
   -Si te hubieras levantado antes te la comerías tú –replica José-. Anda, a ver si…
José vuelve a colocar la leche al fuego. Sabe que algo más de nata saldrá. Podrá contentar a los dos. Aunque también sabe que, en realidad, a Felipe no le gusta nada. Siempre hace caras y, en ocasiones, ha visto como le daban arcadas al comerla.
Felipe queda parcialmente complacido, al igual que su madre.
Pasado un rato, tras tomar su vaso de leche con barquitos de pan duro, ambos niños salen de casa para acudir a la escuela con el pizarrín bajo el brazo.
Rosa sale a la calle para acompañarlos un trecho con la mirada. La escuela no queda lejos y los niños ya van solos.
Se alejan calle abajo, dirección a la playa, para después girar a la izquierda.
En la distancia, Rosa, distingue como Pepi comienza a dar saltos mientras señala a su hermano. Aún en la ya relativa lejanía puede oír claramente las carcajadas y burlas de su hija. Felipe levanta uno de sus pies.
Rosa acierta al pensar: “¡Vaya por Dios! Ya ha pisado otra boñiga”.

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