jueves, 7 de julio de 2011

OLOR A AÑORANZA (III).


   Rosa, arrodillada, restriega con fuerza el cepillo enjabonado. Lleva días intentando desarguellar tanta mugre acumulada por los años. Mientras desgasta sus uñas, va entonando antiguas habaneras que ya le oyó cantar a su madre. De vez en cuando cesa su frotar, e incorpora su espalda dolorida para poner más énfasis en alguna estrofa que le gusta especialmente, o secarse las lágrimas que siempre le acaban por caer de la emoción. A José las habaneras no le gustan especialmente. “Prefiero una mala jota” -dice siempre-. Pero, permanece agazapado, sentado en el viejo taburete de anea. A llegado a él, furtivo, sigiloso. Sin que Rosa lo perciba, distraída con su faena y su cantar, queda en un rincón detrás de esta.
José disfruta de esta situación. Va moviendo la cabeza de un lado a otro rítmicamente. Todo podría indicar que este gesto es por la música; pero, no, goza con las vistas.
   A Rosa se le cae el cepillo de las manos por el sobresalto que siente al oír de pronto el “¡Ala maña!” Más burro de José. Éste, siempre que quiere asustarla –cosa frecuente, pues es bastante puñetero-, grita esta frase en su modo más pueblerino.
Ella, instintivamente, ha cogido la costumbre de devolverle –para hacerle ver lo burro que suena-, “¡Qué pasa pues!”, Alargando en demasía la última sílaba.
José ríe a carcajadas después de oírla. Se acerca a ella, y sin darle tiempo a reaccionar, le regala un sonoro cachete en su expuesto trasero.
  -¡José! –Dice esta con indignación mentida-. Que hay ropa tendida: ¡Los niños!”.
A él no le importa tanto. No comprende el desmesurado puritanismo recién llegado. Sus años mozos fueron los 20; mucho más liberales que los que corren ahora.
  - Si quieres ir a misa de doce, tendrás que dejar eso; si no, no llegamos –explica José-.


   Poco han tardado en salir los cuatro de casa. No se pierde demasiado tiempo en elegir qué ponerse. Muda de los domingos, hay una; y gracias.
La mañana es fría, como corresponde a la fecha. José ha cogido su gran paraguas. Rosa aunque no ve nubes, no le ha dicho nada. Sabe, que si José, hombre de campo hasta que emigró, lo coge, es que tarde o temprano lloverá.
   Los niños van despreocupados por el centro de la calle. Pepi va rodando una vieja llanta sin radios de una bicicleta. Le va dando golpes con un palo, que sirve a su vez, para indicarle la dirección deseada al objeto.
Rosa no para de advertirle del peligro que corre si llega a venir un coche. Estos, todavía no son muy abundantes; pero, ya van alcanzando en número a las caballerías.
José deja agarrar su brazo por su esposa. Van charlando de sus cosas, cuando de pronto, José para en seco frenando a Rosa. Con su hablar, no se han percatado de que por la misma acera que caminan, viene hacia ellos otro viandante.
Éste, para también. Queda enfrentado a José. Aunque no es hombre pequeño, dada la gran envergadura de José, su cabeza queda a la altura de los hombros de éste. Su mirada, desafiante y prepotente, se fija en los ojos de José. Éste, hombre nada acostumbrado a torcer el brazo, le recrimina:
   -¿Es que no le vas a ceder el paso a una señora?
   -¡Tú no sabes con quién estás hablando! -Replica firme el bigote del que mira desde abajo-.
   Rosa teme la frase que tan de moda se ha puesto en los últimos años, entre los que tienen algún tipo de poder, o los que simplemente quieren hacer ver que lo tienen.
Pero José no se achanta. Nunca lo ha hecho –aunque, en alguna ocasión, le causara problemas-.
   -¡Qué fablas! -Grita  José soltándose del brazo de su esposa y apretando el paraguas-.
   -¡En cristiano! –lo hace aún más alto, su ya rival-.
   -¿Cómo que en cristiano? Más que en Aragón…
José toma aire antes de soltar de tirón:
   -De Zaragoza fueron San Valero, San Braulio y San Indalecio, entre otros. Este último de Caspe, y fue el primer obispo de Almería.
De Huesca, San José de Calasanz. Los Santos Orencio y Paciencia, también de Huesca, fueros los padres de San Lorenzo; que fue asado en una parrilla en Roma en el año 258.
¿Y qué me dice de San Lamberto? Fue decapitado por su amo, por no abjurar de su fe cristiana; pero, él, cabezón: Cogió su cabeza y se fue andando con ella bajo el brazo, detrás de sus bueyes, hasta la tumba de los Mártires de Zaragoza.
¡Ah! Y San Pascual Bailón. Obró milagros. Multiplicó panes, curó a enfermos y gozaba tanto al rezar que comenzaba a bailar. De ahí que lo bailen en procesión…

   Rosa interrumpe de pronto a su marido con un  grito temeroso.
El hombre ha hecho ademán de golpear a José. Está con la mano alzada y sólo le resta estirar el brazo para darle un revés en la cara. Éste queda esperando el golpe con desafío.
   Otro grito, más seco, grave y sonoro, interrumpe la acción.
   -¡Cabo! –Grita alguien bajo un tricornio-.
   ¡Mi sargento! –contesta bajando el brazo con evidente preocupación-.
   -¡Para el cuartel!
   -Pero, Señor.
El recién llegado no dice más. Al Cabo le basta la mirada de su superior  para saber que es hora de callar, e irse a toda prisa con el recao. Cosa que hace con grandes apuros sin mediar palabra con el matrimonio temiendo por no saber él mismo con quien estaba hablando, ya que su sargento les sale al paso.
   José mira al hombre que se encuentra apenas a treinta metros. No dice nada. Su mirada denota vacía indiferencia ante lo ocurrido.
   El Sargento apenas mira a José de soslayo. Dedica dos segundos a Rosa y un vistazo a los niños, mientras agacha su mirada, su cabeza y retorna por donde ha venido en completo silencio.
   Ella vuelve a coger el brazo de su esposo y lo estrecha de forma cariñosa.
Éste sigue con la mirada fija en su inesperado defensor.
Los niños, que situados en la acera de enfrente, han observado desorientados la escena y no aciertan a saber muy bien qué ha pasado, corren ahora hacia sus padres.
   -¿Sabías que era guardia?
   -No, no tenía ni idea. Debe ser nuevo –contesta José- ¿Cómo voy a saberlo si va sin disfraz? –Concluye con media risa mientras da un pequeño pellizco en la cintura a su mujer-.
   -¡José! –Ríe ella queriendo quitarle importancia a lo ocurrido delante de los niños. Aunque es consciente de que la cosa podía haber acabado muy mal-.


   Tras recorrer en silencio el resto del trayecto llegan a la iglesia.
Cinco escalones preceden la gran puerta de entrada al templo.
Felipe y Pepi se empujan mutuamente, queriendo ser cada cual el primero en cruzarla.
Rosa pasa detrás; intentando inútilmente hacerles callar.
José da paso con un “hermanas” a dos monjas que llegan en ese momento. Estas, agradecen el gesto con un “la paz sea contigo”. José entra finalmente a continuación. Su mujer le ofrece sus dedos impregnados en agua vendita para que se santigüe después de hacerlo ella.
Quedan sentados en los bancos de atrás. La iglesia, al igual que otros lugares, son como el circo romano: Hay un lugar para cada cual. Delante, gabanes, peinetas y mantones. Detrás, chaquetas, boinas y pañuelos.

   La misa transcurre entre las toses y el aburrimiento de los niños; que rompen el obligado silencio indiferente de unos, y la atención beata de otros. La campanilla, agitada con desdén por uno de los monaguillos, casi siempre a destiempo, irritando al cura párroco, resuena por entre la bóveda de Santa Ana.
  A la salida de misa se forman pequeños corros. Se aprovecha para charlar un rato con los conocidos.
Un grupo de niños corretea con el aro de Pepi. Se lo han cogido al dejarlo sin vigilancia en un rincón.
Pepi sale corriendo detrás de estos gritando y haciendo aspavientos.
Sus padres no muestran preocupación por ello. Es el ritual de todos los domingos al salir de misa. Saben que terminarán jugando todos con el aro y que quizás, si les da tiempo, concluyan la mañana lanzando la peonza que algún otro niño habrá traído.
   Nada parece ser distinto a cualquier domingo anterior. Ni tan siquiera la cerillera, que pasa corriendo con su cesta de mimbre bajo el brazo, al ser descubierta vendiendo cigarrillos de estraperlo. Corre desesperada, arremangándose la falda y dejando parte de las enaguas a la vista –esto le cuesta una colleja a más de uno-, mientras es perseguida por el guardia de la zona: Barrilete (mote de todos conocido y que hace referencia a su oronda figura). Éste resopla en su inútil intento de alcanzar a la moza, cosa que no ha conseguido hasta la fecha. La gente ríe por la escena y Fernando –que así se llama en realidad el guardia-, amenaza con llevarse a todos al cuartelillo por mofarse, mientras permanece unos largos segundos agachado y con las manos en sus rodillas, suplicando un poco de aire que le devuelva el aliento. Todos saben que sus amenazas caerán en saco roto. Fernando tan sólo aprovecha su puesto si le sirve para llenar su barriga.

   La peonza no llega a girar.
Comienza a llover sin prisa. Los grupos se deshacen y cada cual se dirige a su refugio.


   “Ahora…un cigarrico pal pecho” –dice José al terminar de comerse el guiso de patatas sin carne que ha preparado su esposa-.
Siempre que come este plato se acuerda de cuando vivía en el pueblo. Allí le añadían unas tajadas de carne –eran otros tiempos- y “un puñadico de arroz” –como gustaba José decir-. Así preparaban el calderete.
Recuerda cuando salía con alguno de sus hermanos (eran doce en total. Once varones – a cual más alto, les llamaban los gigantes- y una hembra –no menos estirada-)
Sacaban el rebaño de ovejas justo al amanecer. Pasaban todo el día fuera curtiendo sus propias pieles por el calor o el frío –que de todo tocaba-. Recorrían los montes con paso lento acompañados por una pareja de canes. Su única distracción era charlar entre ellos y apostar su poco tabaco a ver quién reconocía a más ovejas por sus nalgas –ya que por la cara hubiera resultado demasiado fácil-. Al final daba igual quién perdiera, ambos acababan fumando. “Todo sale de la misma bolsa; qué más da” –decían-.
   José solía pasar los días con Miguel. Éste, quince años menor que él, era el benjamín.
Solían emparejarse los hermanos para realizar cualquier faena, fuera con el ganado o en los campos, de forma que los que más experiencia tenían –sobre todo por su edad-, fueran enseñando a los inexpertos –por la misma razón- los secretos del oficio.
Fueron muchos los días que José pasó junto a Miguel. Muchos los intentos para que el más pequeño aprendiera. A éste le costaba en demasía que las cosas quedaran en su espesa mente. Al nacer a la comadrona le costó más cachetes de lo normal arrancarle el llanto. Por esa razón –dice siempre la familia- vive distraído en su mundo. Por eso José siempre ha sido paciente con él.


   Ya por la tarde, después de la cabezada de José y el ratito de lectura de Rosa, salen de nuevo a la calle.
Hoy toca cine. Es el único capricho que se dan ya durante el mes y lo esperan con ganas.
   Primero dan un paseo por la playa. La mar permanece tranquila después de las cuatro gotas caídas. Las nubes se han disipado tan rápidamente como llegaron.
Un pescador tira de la caña con fuerza. La media docena de colegas que hay a su lado manteniendo una distancia prudencial entre uno y otro, le observan con envidia. Ha sido un mal día. Las cestas están vacías; no hay para la cena, mucho menos para sacar unos reales.
Dos gaviotas juegan al descuido sobre él, esperando llenar sus buches. Caro les costará si se acercan demasiado. Con la comida no se juega.
   El matrimonio pasea tranquilo esquivando el agua –no es temporada de mojarse los pies-.
Felipe se ha parado un poco más atrás a recoger unas conchas que le han llamado la atención. Las despoja de arena en el agua con prudencia.
Pepi, la incansable Pepi, va saltando de una a otra las pequeñas barcas que guardan la hora en ordenada hilera para hacerse a la mar al ponerse el sol.
   Llegan a una zona repleta de chamizos. Éstos, construidos a medias con cuatro tablas mendigadas y la desesperación por dejar el pueblo donde morían de hambre, por los inmigrantes llegados sobre todo del sur  de la península, forman un completo caos.
Carentes de todo: Luz, agua corriente, comuna. No tienen ni campo como en el pueblo. Todo les falta.
Los que allí viven llegaron en tren o carreta en muchos casos por no poder pagar el billete, huyendo de la miseria que invadía sus vidas; buscando el maná prometido.
Han hecho trueque: Miseria por miseria; mas, no cambiarían esta última. Aquí, tienen la esperanza de encontrar un trabajo y comenzar una nueva vida.
Todos los días se levantan temprano de su no dormir tiritado y se dirigen a la oficina de empleo con diligencia. Esperan colocarse en un buen puesto en la fila formada a diario. El sindicato del Régimen apunta sus datos y habilidades. Después marchan como llegaron. Últimamente no hay trabajo.
Muchos, desesperados, buscan remedio a sus males en actividades no permitidas. Un buen número de ellos serán apresados, llevados al cuartelillo y, algunos, no volverán a pasar hambre.
Ellas, sus esposas e hijas, con suerte serán esclavizadas en alguna casa como chica para todo. De día servirán a la señora y de noche el señor querrá de sus servicios.
Pero aún con todo se sienten afortunados. Muchos de sus paisanos no llegan a bajar del tren. Se ha decidido que no caben más. Al llegar los vomitan con sus atillos y maletas afianzadas con cordel a sus lugares de origen, donde comerán del aire fresco del lugar. Patada en el culo, puerta…y a callar.
Estos retornan con su ánimo moribundo a la nada; al grito oculto; a la miseria de nuevo; a la primera miseria.
Sueños rotos en el olvido de muertes en vida.


   Nuestra familia ha dejado la playa.
A Felipe no le caben más conchas en los bolsillos. Pepi se ha encontrado un golpe en la espinilla que no buscaba y un cachete de su madre anterior al “así aprenderás” de su padre. Nunca acierta a saber qué tiene que aprender con ninguno de los dos porrazos.


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