jueves, 7 de julio de 2011

OLOR A AÑORANZA (V).

     Carmen: ojos noche sin luna, carente de estrellas. Ojos profundo negro. Redondos. Redondos y negros como aceituna. Como aceituna viva, sin curar: amarga como su mirada esquiva, amarga como la hiel. Ojos sin brillo. Mirar mate y oscuro. De seco lagrimal. Seco por el uso. Por el excesivo uso. La fuente se secó. Sus párpados rechinan sobre las pupilas faltas de humedad. Pupilas que hace años dejaron de mirar de frente a otros ojos. Temerosos buscan siempre algo por el suelo mientras otro le habla. Algo que no parece encontrar jamás. Sus ojos, con movimientos rápidos, impulsivos, recorren todas las pequeñas cosas que por él se encuentran: Una pequeña piedra que destaca por su color entre las demás; un brote de hierba que lucha por salir adelante, buscando el sol, entre plantas ya hechas; una hormiga que recorre afanosa el lugar en busca de algo que llevar a la colonia. Pero nada es lo que buscan sus ojos. Éstos nunca paran de buscar lo que jamás encuentran.
Ahora permanecen cerrados. Detrás de los párpados se agitan de un lado a otro con frenesí, al compás de sus turbios sueños.
La cabeza, inclinada hacia un lado, apoyada en el aire, acompaña el traqueteo del tren, y su larga trenza azabache descansa sobre el hombro derecho, cayendo después hasta sus brazos cruzados.
La noche disimula su piel canela, tostada por tantas jornadas al sol; y oculta sus manos agrietadas por las frías aguas del río, donde cada día restregaba la ropa en la piedra, arrodillada sobre ella agrandaba la menudez de su cuerpo.
    Carmen: Vieja de veintiséis años. Veintiséis años de vieja. Obligada por la vida que le arrebató la juventud, que se la negó a las duras, que se la robó de la peor forma y se quedó con ella, privándole de su disfrute. De niña a vieja sin paradas intermedias, sin escalas, súbitamente, sin tiempo a recoger sus pertenencias. Sin tiempo a llevarse su alegría de niña. Dejando atrás su dulce inocencia. Perdiendo todo lo que debía acompañar a su juventud no vivida.



    José ha vuelto a casa junto con su familia sin decir una sola palabra. Ni tan siquiera ha intervenido cuando los niños han comenzado a discutir: Ambos querían hacer equilibrios por los bordillos de las aceras ocupando el primer lugar. La disputa la ha acabado Rosa con una parrafada en catalán. Esto siempre le resulta, pues los niños saben que cuando su madre utiliza este recurso es porque ya está demasiado enfadada.
    En cuanto han entrado en casa, José, se ha marchado directamente a la cama, con la excusa de un terrible dolor de cabeza. Rosa le ha señalado con la mirada su disconformidad, no creyéndose tal pretexto, y antes de que pudiera abrir la boca para preguntar por la verdadera razón, su marido le ha contestado del mismo modo: “Ahora no es el momento”.
    A José le vienen a la mente las imágenes vistas en el cine de la inauguración de Brunete, con las nuevas calles y casas de esta población. Relata entre dientes en la oscuridad de la habitación. Aún tapado hasta el cuello se le hiela la sangre. No puede dejar de pensar en su pueblo, Belchite, que fue destruido casi por completo en el verano del 37, durante la guerra. Los republicanos, en su ofensiva del norte, se empeñaron en derrotar a los nacionales que se habían hecho fuertes en el pueblo. El 24 de agosto de 1937, los republicanos, mandados por el general Pozas, comenzaron un ataque simultáneo en siete puntos, desde Zuera hasta Belchite, con la intención de tomar Zaragoza, centro de comunicaciones de todo el frente de Aragón, y demorar el avance de las fuerzas rebeldes que ya controlaban Santander. Para ello contaban con ochenta mil hombres, unos noventa aviones, entre Polikarpov I-16 (llamados moscas) y Polikarpov I-15 (chatos), y ciento cinco carros de combate soviéticos T-26.
Los nacionales, contra todo pronóstico, pues eran muchos menos hombres, aguantaron los envites de los bombardeos hasta el 6 de septiembre.
Como resultado del empecinamiento en tomar el pueblo, y dado los días que el bando republicano empleó en conseguirlo, a los nacionales les dio tiempo a recibir apoyos en Zaragoza, e hicieron fracasar a sus enemigos en sus planes de conquistar la capital aragonesa. Caro precio por hacerse con un pueblo sin demasiado interés táctico.
Más caro salió incluso el peaje en vidas humanas: Seis mil personas, repartidas por igual entre civiles y militares, fue el resultado de la cuenta macabra que se pagó por las dos semanas de enfrentamientos.
Su pueblo fue “premiado” por el Caudillo a permanecer tal cual quedó tras los bombardeos, como monumento recordatorio de lo allí acontecido.
A cambio hubo promesas incumplidas de hacer un pueblo paralelo para que los supervivientes tuvieran casa gratis.
De cinco mil habitantes quedaron dos mil, y hasta el año pasado, a la par que en Brunete se inauguraba el pueblo destruido, no comenzaron a entregar las primeras casas, y tan sólo a los más cercanos al régimen. Sería casi una década después cuando Belchite se inauguró, y el que quiso casa tuvo que pagarla.
El pueblo, el paralelo, seguía tan sólo en las esperanzas de los que no marcharon aburridos de esperar.
    José recuerda las imágenes proyectadas. Sueña con el día en el que pueda ver algo semejante sobre su pueblo. El otro, el ahora fantasma, el ahora montón de escombros y agujeros de bombas, que permanece igual hace ya diez años. Para ver la imagen de éste, la que quisiera olvidar, no le hacen falta rayos de luz sobre blanca tela, las tiene en su mente, agarradas con saña, carcomiendo su ánimo, avivando su rabia contenida. Tiene grabado en su memoria cada montón de piedras, cada agujero, cada trozo de puerta arrancada por los estallidos y desperdigadas por las calles, cada orificio de bala que inundan las pocas paredes que quedan en pie, unas veces en grupo, otros solitarios.
No puede extirpárselo de su mente desde que visitó su pueblo un año después de concluir la guerra. Se le grabaron muy dentro, muy hondo. Recuerda ahora, entre su llanto reprimido, con sus lágrimas cayendo sordas en la almohada, acurrucado en su lado de la cama, escuchando el tic-tac del reloj, que resuena en su cabeza, que le estremece con cada golpe de manecilla, como si escuchara las bombas caídas en sus calles de niño, en la oscuridad y soledad de su lecho, recuerda, su visita, cuando avistó lo que quedaba del campanario de la iglesia, desde lejos, y que luego, cuando se acercó, pudo ver con más realidad, destrozado, despojado de techumbre, caído encima de los bancos de madera, sobre el altar roto, roto como las propias calles, plagadas de cráteres, de ladrillos, de tejas, de soledad, de amargo silencio, como el que le invadió al ver su casa, lo que quedaba: nada, peor que nada: todo hecho nada, y recuerda las palabras de su hermana Pilar, palabras temblorosas que salían de su boca, sentada junto a su marido, junto al propio José, mientras le cogía a éste la mano con ambas ella, en el antiguo corral, donde antaño guardaban las ovejas y los aperos, donde ahora tenía que vivir ella con su marido y sus dos hijos, esperando la casa prometida, la que no llegaba, donde tuvo que aprender a sobrevivir con lo poco que pudo encontrar en buen uso entre las ruinas, pertenencias de otros, ahora suyas, legado forzoso de guerra, utilizadas con amarga resignación, amarga como las palabras que José nunca olvidaría:
    -¡Ay, José, maño mío! Que alegría verte después de tantos años. Qué ganas tenía de estrecharte entre mis brazos de nuevo. Cuanto te he echao de menos. Cuanta falta me has hecho. Pero no podías estar, claro, ya lo sé. También tú querrías haber estao, eso también lo sé…
Pero mejor así. Tú ya viviste lo de Miguel. A mí me tocó lo de madre, qué le vamos a hacer. Y ná hubiera cambiao de haber estao, ná podías haber hecho. Y suerte… ¡Ay Dios mío, suerte! Suerte que los hermanos  y mi marido se fueron a tiempo… Lástima que no haya vuelto ninguno más que de visita, como tú. Quitando a mi hombre, que a Dios gracias lo tengo aquí conmigo. La gran pena es no saber que ha pasao con Luis y Ángel. Rezo para que estén escondidos y vuelvan algún día.
Y padre…padre tuvo suerte también después de todo al morir antes de que comenzara la guerra, eso que se evitó el hombre.   
Porque esto fue, fue… la guerra, claro.
    Cuando llegaron los nacionales ya nos echamos a temblar. Con la soberbia que da un arma en la mano comenzaron a coger lo que quisieron. “Requisado para la nueva España” decían. Nos dejaron casi sin ganao, y lo poco que dejaron se lo llevaron los republicanos después. Asaltaron el ayuntamiento para convertirlo en su puesto de mando y la iglesia la utilizaron como enfermería improvisada, los bancos les servirían de camillas, oí a uno decir. Hicieron trincheras y parapetos por todos los lados con sacos de arena. Cogieron a muchos hombres del pueblo para llenarlos, los obligaron, les “reclutaban” sin preguntar. El Guinda, el hijo de la Chata, fue el único que se atrevió a protestar. Pasó tres días llenando sacos en el río faltándole seis dientes que le arrancaron de un culatazo. Después de ésta no hubo más protestas.
    Los hermanos se marcharon la noche misma del día en que entraron en el pueblo. Yo me quedé con madre, la mujer ya no estaba para echarse al monte, la pobre ya no podía con sus piernas desde lo de padre, qué apagadita se quedó. Creíamos que respetarían a las mujeres y a los niños; pero algunos hombres se transforman, los cambia la guerra, el mismo uniforme les da aires de grandeza y poder, y hacen cosas…
    A media mañana del 24 comenzamos a oír el zumbido de los cazas. Todos corrimos a refugiarnos donde creíamos más seguro: en casa. Por la tarde fue cuando comenzaron a disparar ráfagas de ametralladora sin parar, una y otra vez, al mismo tiempo que cayeron las primeras bombas lanzadas desde los cañones. Por la noche siguió el tronar, y los disparos de fusil se escuchaban venir de todas direcciones. Madre pasó la noche rezando, estrechando el rosario contra su pecho, con plegarias inaudibles que se apagaban por el rugido de fuera de la casa. Sentó su cuerpo en el mismo suelo, tras la leña del patio. Mis hijos hicieron ovillo a su lado, con los ojos muy pretos, sin querer ver las hileras de luces de las balas que salían de los aviones y que recorrían el cielo buscando un objetivo, encontrándolo y atravesando cuerpos que perdían la vida al instante, sin darle tiempo a saber que había pasado, sin ser consciente de que está muriendo.
    Al amanecer, de pronto, cesaron los disparos, hubo silencio, tan sólo se escuchaba de vez en cuando algún muro chocar contra el suelo, ruido de cascotes al caer cual cascada alguna de las casas alcanzadas por los cañonazos y que se había negado a caer durante la noche; algún grito desgarrado de alguien que se desangra, que desesperado pide ayuda a Dios sabiendo que nadie de este mundo puede ayudarle ya.
    Entonces me decidí…No sé si hice bien, José…no lo sé. En ese momento tenía claro que debíamos salir de casa, que en cualquier instante comenzaría a llover muerte de nuevo, que la casa se nos caería encima aplastándonos sin remedio. Teníamos que salir. Madre insistía en que nos fuéramos dejándola allí, que sería un estorbo, que dónde iba ella con sus cansadas piernas. Pero la convencí. Salimos.
Nuestra calle estaba como siempre, nada parecía haber pasado. Los niños sujetaban de las manos a madre, cuatro manos temblorosas que arrastraban sus cuerpos detrás del mío.
    Al torcer la esquina, al llegar a la calle Mayor, el paisaje cambió de repente. Vimos lo que nadie debería ver nunca: Casas hundidas ocupaban casi toda la calle. Un grupo de soldados apilaban sacos recomponiendo su refugio. Otro, un poco más adelante, tiraba de unos brazos inertes, arrastrando por el suelo el medio cuerpo de un desdichado que le alcanzó una bomba de lleno, y al que le colgaban las tripas barriendo el suelo. Uno más joven, casi un niño, silbaba mientras andaba justo detrás de los colgajos. Al hombro llevaba una pierna como si luciese orgulloso un jamón y de vez en cuando le gritaba al de delante: “¡Eh, que no veo la otra!”. El primero le contestó: “Déjalo, ya no le hace falta”. Al final dejaron los trozos amontonados en una esquina en la que ya había muchos cuerpos, enteros y por piezas.
    Después pasamos junto al ayuntamiento. A cada lado de la entrada de éste había un refugio también de sacos donde se parapetaban un grupo de soldados con ametralladoras. De repente se oyó a lo lejos el zumbido de los aviones. Los soldados se pusieron en alerta a la orden de uno que comenzó a dar voces. Vimos a un caza que se aproximaba, menguando cada vez más su altura. Madre les gritó a los niños: “¡Corred!” Mientras soltaba sus manos. El avión sobrevolaba la iglesia y venía hacia nosotros. Los chicos pasaron como rayos junto a mí. Justo al volverme y verles las espaldas, un soldado se desgañitó gritando: “¡Al suelo!” Instintivamente mi cuerpo obedeció la orden. Los niños se lanzaron al piso sin pensar ni cómo ni dónde lo hacían. El rugido del aparato se adivinó encima nuestro durante un instante, mientras ráfagas de balas salidas de aire y tierra recortaban el cielo. Al pasar el caza por fin, miré a los críos. Su mirada aterrada no se detenía en mí, se iba más atrás. Al volverme en dirección a su mirar vi a madre tendida en el suelo. “¡Madre!” Grité.
Corrí hacia ella. No se movía, parecía dormida con su cuerpo y su cabeza recostados de lado.
“¡Madre!” Volví a gritar al arrodillarme a su vera y achucharle el cuerpo.
Cogí su cabeza con ambas manos. Tenía una mejilla caliente. La otra, la que tocaba el suelo, la sentí húmeda y viscosa. Al enfrentarle su cara con mis ojos, vi con horror que le faltaba toda esa media parte de la cabeza y cara. Una bala le alcanzó arrancándosela de cuajo. La sangre chorreaba por mi mano junto a trozos de sus sesos. Y grité…Grité desesperada, grité con rabia ensordeciendo las balas y los motores, grité con furioso enfado. Enfado por haberla sacado de casa. Rabia por no haber podido hacer nada por evitarlo. Desesperación al saber que no tenía remedio, que se había ido, que madre ya no estaba.
    Entonces todo frenó. Las imágenes se volvieron lentas.
Mi mirar desencajado se encontró con los ojos de un soldado que miraba apenado la escena. El ruido de los aviones se hacía fuerte de nuevo. Los otros soldados gritaban ahora más, con prisas; pero, él no apartó su vista de mí. Alzó sus brazos como queriéndome abrazar en la distancia, su mirada se convirtió en pura ternura, las balas comenzaron a sonar nuevamente, y en medio del ensordecedor ruido pude oírle, como si me hablase al oído, sintiendo su cálido aliento, le escuché decirme bajito: “Corre, corre por Dios, ponte a salvo, ya no puedes hacer nada”.
    Y reaccioné, se aceleró el vivir de nuevo.
Y corrí…Corrí, José. Sabe Dios que no quería dejar a madre allí, tirada en medio de la plaza; pero corrí. Corrimos los tres con amargura. Recorrimos las calles mientras el pueblo entero se estremecía por los cañonazos, mientras el humo de los incendios bajaba cual neblina, mientras el aire se volvía denso y se hacía irrespirable, mientras el olor a pólvora impregnaba todo, mientras el rugido de los motores nos sobrevolaba, pisando cuerpos, tropezando con ellos, cuerpos despedazados que observaban mudos nuestro terror.
    De alguna manera salimos del pueblo y…seguimos corriendo, sin mirar atrás, sin atrevernos a hacerlo. Corrimos horas hasta que dejamos de oír las bombas.
    Pasamos doce días durmiendo al raso, racionando la poca comida que había echao en el zurrón, buscando los manantiales que no estaban secos durante nuestro errar sin fin por los montes, sin atrevernos a estar quietos en un sitio.
    Cuando volvimos al pueblo el panorama era como el que has visto, pero con cuerpos y sangre por todos los lados. Pasamos por la plaza con la esperanza de recuperar el cuerpo de madre, pero ya no estaba. Alguien nos dijo que la habrían llevado al trujal, allí trasladaban a todos los muertos, eran tantos que no cabían en el cementerio, y allí, en el trujal, comenzaban a cavar fosas.
    El  profundo olor a muerte en el trujal era aún más intenso y hediondo que en el pueblo. El calor pudría deprisa la carne y nubes de moscas invadían los cuerpos amontonados en pilas. Los cuervos y picarazas se servían a placer los humores hasta que vaciaban las cuencas. Pasamos varias horas buscando a madre; mas, fue imposible encontrarla. Allí había paisanos y militares de ambos lados, todos ahora del mismo bando.
    Al marchar del lugar, de casualidad, me topé con el Guinda. Tenía la cara colmada de sorpresa, el espacio de los dientes perdidos en su boca, los ojos exageradamente abiertos, resecos, apagados, y un gran agujero de bala en la frente.  

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