sábado, 9 de julio de 2011

SENTIR...¡SENTIR!

¡Hola cariño! ¿Qué tal has dormido? Jajaja, así, desperézate bien.
¿Y eso…? No mi vida, no; no hagas pucheros, que ya está mami aquí.
A ver esa tripa ¡uy! ¿Tienes cosquillas, eh? Sí, claro. Ya te ríes tú mi amor. Aunque te dijera que tu padre es un ceporro te reirías ¡claro que sí! Con tal que te lo diga con una sonrisa.
Hoy cumples un mes ¡cómo pasa el tiempo! Parece que fue ayer cuando diste positivo en la prueba ¡qué ilusión! Positivo.
Con lo que te buscamos. Sí, ¡con-lo-que-te-bus-ca-mos, tripa gorda! ¿Te hago cosquillas, eh? ¿Otra vez? ¿Sí? Sí, otra vez. Con-lo-que-te…Jajaja.
También me reía yo ese día. Una semana me duró la risa. Después de esa primera semana me lo hiciste pasar muy mal. Sí, muy mal pelleja. Todas las mañanas salía disparada de la cama para ver la blanca cara del señor Roca. “No sé que te voy a dar”, le decía yo, “si tengo el estómago vacío”. Pero no me quedaba a gusto hasta obsequiarle con algo.
Tu padre al principio se preocupaba por sujetarme la frente. A veces terminaba por regalarle algo también al cara pálida ¡flojo, que es un flojo!
¡No, que no es flojo; no hagas otra vez pucheros! ¡Jodía niña. Ni que me entendieras!
Después, con el paso de los días, ya se lo tomaba a cachondeo. “¿Ya estás llamando a Juuuaaannn? Me decía con burla.
¡Cabrito!
Sí, no me mires así. Es un cabrito. Y no llores por que le estoy quitando años.
Tres meses duró la agonía. Después, ¡bueno, ni fu, ni fa! Sabía que estabas por ahí; pero no sentía nada. Bueno sí, me sentía bien. Por fin me sentía bien. Yo creo que hasta me cambió el humor.
Con el tiempo vino la primera ecografía.
¡Allí estabas al fin! Sí cariño mío, en la tele.
Yo tumbada en la camilla. La doctora volvió la pantalla hacia mí y, no pude evitarlo, se me escapó una carcajada y dos lágrimas.
A tu padre también. Macho, macho, pero hombre al fin y al cabo.
¡Qué pequeñita eras! No eras casi nada; pero, ¿sabes, nena? Para mí ya lo eras todo.
Ese día también fue especial. Y nos dieron la primera fotografía de tu álbum.
Otro día maravilloso fue…jajaja. Por esa época era yo la que se reía de tu padre. Lo llevaba como puta por rastrojo con los antojos. Todo se me apetecía. Chocolate, pasteles, pepinillos, chocolate con pepinillos. Sí asqueroso, ya lo sé; pero ese día tuvo tu padre, el cabrito, que ir a la tienda de Juan. “¡Ves a la tienda de Juuaaannn, que los pepinillos son mejor!” Le disparé. Tu padre se volvió con mirada asesina; pero enseguida cambió el semblante y la convirtió en un “me lo tengo merecido”.
Como te decía, ¡ay que te como los pies…! Ese día fue maravilloso. La tripa ya sobresalía y comenzaba a coger kilos. Estábamos tu padre y yo sentados en el sofá. De pronto pegué un vote del asiento. Tu padre aún lo dio más grande. Se levantó y se quedo mirándome sin saber que pensar. Yo me estaba riendo de felicidad y me sujetaba la tripa con cariño. “No, y ahora se ríe. Después del susto que me has dado” me dijo contrariado. Pronto rió él también al ver que nada malo me ocurría; pero su risa fue menguando hasta adquirir una ridícula mueca al entender lo que sucedía. ¡Una patada! Me diste la primera patada, y él se la había perdido.
¡Qué bello! ¡Qué sensación! Fue…fue ¿cómo explicarlo? Por fin te sentí mía, estabas ahí de verdad, no era una ilusión, un espejismo. Te moviste. Dijiste: ¡Eh! ¿Quién hay ahí fuera? Y yo, mientras me sujetaba la tripa, mientras tu padre intentaba hacer lo mismo por si había una réplica, te susurré: yo, mi amor, soy yo, mamá. Tranquila, yo te cuido, no estás sola cariño. No sufras, crece, hazte fuerte y grande. Bueno muy grande tampoco que luego…
Y vaya si creciste. Nos plantamos en los nueve meses de embarazo con un tonel por barriga. Desde el séptimo el médico me puso a dieta ¡cabrón! Sí hija, no te rías, éste ya era mayorcito. Menos mal que tenía las manos pequeñas. Pero el muy…no me dejaba comer de nada y me hacía andar todos los días.
¡Si no valía estar de pie, cómo para andar!
Al octavo mes tenía dos morcillas de Burgos por piernas y un dolor de espalda que no podía con él. Para rematar ese Julio fue el más caluroso en años. Parecía una asmática cuando iba por la calle, no te cuento ya cómo me veía para subir las escaleras hasta casa.
Dos semanas antes de salir de cuentas ya era imposible dormir. Entre el calor, el tripón, el estar boca arriba en la cama por miedo a hacerte daño, el agobio que ya sentía por todo: Por verme en el espejo, y eso que todo el mundo me decía que me favorecía el embarazo, que estaba muy guapa ¡mentirosos! Si tenía la cara hinchada, la nariz como un pimiento y la piel de la tripa parecía que iba a rajarse por todas partes.
La última semana fue la más desesperante. Ya no por mí, que termine por resignarme y esperarte mientras repasaba todas tus cosas que ya habíamos comprado con tiempo, si no por la gente. “A ver cuando revientas” decían unos. “Ya está la sandia madura” escupían otros. “¿Qué cumples ya? ¡Qué pronto no, se me ha pasado rapidísimo!
¡La madre que los parió! ¡Que reviente tu prima la del pueblo; sandía tu madre; ¿pronto? Nueve meses cacho carne, un embarazo, nueve jodidos meses han pasado!
No, nena. No es a ti. Ven que vamos a bañarte. Así, te quito esto mientras se llena la bañera.
Por fin llego el día. No sé por qué ese día me dio por preparar tu canastilla y dejarla a la vista.
Habíamos cenado con los amigos en casa y, justo antes de tomar café, noté un pinchazo en los riñones.
¿Una contracción? Me pregunté. A los cinco minutos obtuve la respuesta: No, no era una contracción. Lo que me contestaba sí que lo era. De pronto me faltaba el aire y no podía evitar un quejido. Tu padre palideció al verme y comenzó a tartamudear incoherencias mientras estiraba de mi brazo para que me levantara. “¡Coño, espera!” acerté a decirle. “Respira, tranquila” me indicó Paquita apartándome el pelo de la cara.
¡Venga, al agua! A ver que te sujeto bien la cabecita. ¿Está calentita? Sí, lo justo, que ya la ha probado mamá antes. Te gusta ¿eh? A ver que lavamos bien ese chorretín. Y la tripita. Y los pies, con uno, dos, tres, cuatro y cinco deditos cada uno. Jajaja, ¿te hace cosquillas, eh? Ahora la cabeza. Y la cara. No, no hagas muecas, ya sé que no te gusta. Aclaramos rapidito y ¡A secarrrrr!
Pues eso, cogimos las cosas y nos fuimos al hospital dejando el café en la mesa.
¡Hay, qué mal pega este adhesivo del pañal!
Cuando llegamos me instalaron en el box de dilatación. ¡Venga mete la manga! “Estás muy verde” dijo la comadrona “hay que esperar”.
Fue una noche demasiado larga. Tu padre no me soltó la mano en ningún momento. Me iba avisando para que me preparara en cada nueva contracción al ver la aguja de la máquina comenzar a subir. Pero nada podía mentalizarme para eso. Las clases de preparación al parto no parecían servir. No me acordaba ni de respirar cómo me habían enseñado. Con cada contracción una garra iba penetrando por la zona lumbar, desgarrando con saña piel y músculos hasta conseguir aferrar la columna para estrujarla y retorcerla sin piedad. El ánimo me fallaba y un sudor frío recorría todo mi ser mientras me encogía en cuerpo y alma. Luego iba aflojando sin prisa hasta que conseguía respirar de nuevo. Hasta la siguiente.
La comadrona pasaba de vez en cuando, meneaba la cabeza y se iba diciendo “todavía falta, paciencia”.
¿Paciencia? A ésta le hubiera dicho cabra vieja; pero me reprimí, estaba en sus manos.
Al alba me dieron tres contracciones seguidas que le dolieron incluso a tu padre. Tardó días en curar su mano por las uñas que le clavé.
Salió disparado a buscar a la comadrona. Tubo que ir hasta la cafetería y casi cogerla del brazo para que dejara el desayuno para más tarde.
“¡Diez centímetros!” Gritó incrédula la vestida de blanco. Diez pantallas con luces del mismo color pude contar en el techo del pasillo mientras me llevaban a toda prisa hasta el paritorio. Diez interminables puertas cruzamos. Las diez y diez marcaban mis piernas en alto.
¡La epidural! Supliqué. “No hay tiempo” contestó sin clemencia.
“¡No empujes!” Me dijo. “¿Por qué no?” Pregunté desesperada. Yo no podía evitarlo, era superior a mi voluntad, quería empujar, tú querías salir y, por mucho que nos dijera, nadie iba ha llevarnos la contraria.
Por fin fuimos tres en la misma dirección.
 “Empuja” dijo. “Ahora, venga guapa que ya asoma. Tranquila, descansa, respira ¿estás preparada? Venga, empuja fuerte, Así, que ya está aquí tu niña.
De repente sentí un agradable gran vacío. Las piernas me temblaban. Pero por fin cesaron todos los dolores. Se hizo el silencio por unos segundos, largos, expectantes, casi angustiosos. Por fin le cantaste a la vida. Desafinabas, sí; pero anunciabas tu llegada a pleno pulmón. Yo comencé a hacerte los coros cuando te pusieron sobre mi pecho y fue la mejor sensación que he sentido jamás. Podría decirte que fue maravilloso, precioso, lindo, tierno. Que lloré y reí al mismo tiempo que reí y lloré. Que el sentir tu piel sobre la mía por fin me llenó, me colmó, de felicidad, de alegría de, de, de…y que fue, que fue, que fue…
Podría pasarme horas, días intentando describir las mil y una sensaciones que atravesaron mi cuerpo y que perduran en mí; pero cuando te ocurra a ti, mi niña, cuando sientas lo que yo sentí, cuando sientas tú la sensación de esa piel…me comprenderás.
¡Ala! ¿Quieres comer, tienes hambre? Sí. Claro que sí. Aquí, que te vuelves loca buscando la teta, aquí está. Toma, toma. ¡Despacio, no seas tan burrica, jajaja!





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